miércoles, 21 de noviembre de 2018

El violín encantado I

Vamos a empezar a trabajar con este nuevo cuento en clase. Se llama "El violín encantado". Lo publicaré por entregas, como "el Conde de Medellín".

Hace mucho tiempo, en la ciudad de Brasov, vivía un carpintero llamado Admir. Admir construía sillas, mesas, estanterías, armarios, cucharas de palo, y por lo general cualquier cosa que se pudiera hacer con madera ¡Ah! Y en sus ratos libres también fabricaba violines. Los muebles le salían bastante bien, e incluso tenían cierta fama en la región. Pero los violines... Eran otro cantar.

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Ciudad de Bràsov.
Y no por falta de dedicación o trabajo. Admir, a la hora de construir el instrumento, lo hacía todo paso a paso, de manera meticulosa y precisa, siguiendo las indicaciones que en cierta ocasión le diera un luthier italiano muy famoso que andaba de paso por su ciudad: seleccionaba las mejores maderas de abeto y arce, las secaba bien, encolaba las partes, vaciaba y calibraba la madera, colocaba correctamente la barra armónica, barnizaba la pieza, ajustaba clavijeros y mástil... En apariencia, Admir lo hacía todo bien. Y de hecho, y en apariencia, el violín resultante era bonito, brillante y bien acabado. Pero cuando el artesano llamaba a su amigo músico Pèrlav para que probase el instrumento, la apariencia saltaba por los aires, quedando claro que allí algo fallaba. El sonido del violín era acartonado, vacío, huérfano, sin luz ni chispa -"¡Un completo desastre! ¡Malditos sean todos los violines del mundo! ¡Vaya cacharro infernal! - solía gritar enfurecido cuando comprobaba que su recién creado violín sonaba tan mal como los otros muchos que colgaban llenos de polvo del techo de su taller - "¡No vuelvo a fabricar otro más en mi vida! ¡Argghhh!
"No te enfades, hombre" - solía decir Pèrlav riendo - "Al menos es bonito. Puede que a alguien le sirva para adornar la pared"

Luego Pèrlav se marchaba, y Admir quedaba solo en su taller, rumiando su frustración frente a la estufa sin ganas de hacer nada. Estaría un par de días sin comer, mirando a las llamas y perdido en sus pensamientos. Y al tercer día se levantaría fuerte y enérgico, ya recuperado, dispuesto a iniciar la construcción de su siguiente violín, siempre con la esperanza de que sí, ahora sí, le saliese por fin bien.

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