El
carpintero siguió dando carcajadas un rato más, tumbado en la
hierba verde, mientras que Pèrlav se acercaba cautelosamente al
violín y se sentaba frente a él para examinarlo con renovada
atención. Finalmente se decidió a hablar con él:
-
De manera que puedes hablar.
-
Sí.
-
Hummm... ¿Y cómo es eso posible, señor violín?
-
Ya se lo conté a Admir. Y a ti no te lo voy a contar, entre otras cosas porque me caes mal. De haber sabido que eres un impresentable pellizcador, no habría prestado mi ayuda para liberarte. Desagradecido... En lugar de darme las gracias, a la primera ocasión que has tenido te has puesto a hurgar con tus deduchos entre mis delicadas cuerdas. Que sepas que ODIO la técnica del pizzicato. No vuelvas a hacerlo, o te juro que invocaré un rayo para que castigue tu osadía.
-
Guau, pues sí que habla.
-
Vaya, vaya, además de un condenado patán, encima eres más bien tontico ¡Pues claro que hablo! Mira. Hablo. Hablo. Hablo. Hooolaaaa.
Pèrlav
volvió a alejarse del violín y se sentó al lado de Admir, que ya
había parado de reírse y ahora contemplaba la escena.
-
Pues sí que habla ¿Cómo es posilbe?
-
Fue todo muy extraño – respondió Admir -. Hace unos cuarenta días salí a dar un paseo por el monte. Allí me sorprendió una tormenta. Busqué refugio en un gran tronco hueco, y mientras esperaba a que la tempestad amainara un rayo cayó sobre un abeto solitario, incendiándolo y arrancando de él un trozo de madera negra. No sé por qué algo me empujó a recogerla del suelo y llevármela a casa. Una vez allí, en mi taller, la trabajé hasta construir un violín. El resultado... lo acabas de ver con tus propios ojos.
-
Guau.
-
Venga, vente conmigo, que vamos a hablar con él. Creo que Alur y tú no habéis empezado con muy buen pie. Voy a intentar mediar entre vosotros para que hagáis las paces.
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