martes, 6 de noviembre de 2018

Compilación "El conde de Medellín"


Mi nombre es Juan Portocarrero y Pacheco. Soy hijo de Don Rodrigo Portocarrero, y II conde de Medellín por derecho propio. Hace tres días mi madre Beatriz me encerró en el sótano de la torre norte del castillo. Es un lugar húmedo, sombrío y tenebroso. No hay puerta: me han bajado con una cuerda desde la planta superior, a 4 metros de altura. Me dan de comer dos veces al día, y una vez a la semana un criado baja a limpiar mis excrementos e inmundicias ¡Me tienen preso como a puerco en zahúrda!
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Castillo de Medellín.
He empezado a escribir aquí abajo, a la luz de una vela de sebo. Esta mañana conseguí convencer al carcelero para que, junto con la comida, me bajara en el cubo papel, pluma y tinta. A cambio de este favor he tenido que prometerle el molino bajo del Guadiana. No es poca cosa ese molino; pero será el precio que tendré que pagar por tenerle de mi lado.

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Torre del Conde.
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Beatriz Pacheco. Estatua Yacente.
Hoy ha venido a verme mi madre Beatriz. La muy... Ha estado hablando conmigo desde la boca del pozo durante más de media hora. Me ha explicado que me ha encerrado por mi bien; que en estos momentos no me conviene ser el Conde de Medellín; que de aquí a un tiempo, cuando todo se haya calmado, me liberará y restituirá en mi posición. Mientras tanto, dice que ella se hará cargo del gobierno y gestión de las tierras. Tras escucharla pacientemente le he dicho que es una miserable y que irá al infierno por encerrarme en la torre. Acto seguido le he tirado con todas mis fuerzas el cubo de los orines. Por desgracia he fallado el tiro, estrellando el recipiente contra el techo de la prisión. Al final he sido yo el que ha acabado empapado de meados ¡Maldita sea, nada me sale bien!
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Celda del conde de Medellín.


Luego, por la tarde, he preguntado al carcelero que cómo se llama. Me ha respondido que Hernando. Le he pedido que me baje un cubo con agua para asearme, y así poder quitarme la peste a orines. Él me ha respondido que el aseo toca solo los domingos, pero que... Por el conde de Medellín haría una excepción. Me he lavado y ahora estoy escribiendo todo lo que me ha pasado hoy. Si este hombre sigue ayudándome, tendré que recompensarle con algo más que un molino.
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Aljibe del castillo de Medellín.
Creo que me estoy volviendo loco aquí encerrado. Y eso que solo llevo cinco días. Ayer por la noche, cuando todos dormían, una rata me habló. Me preguntó que si yo sabía cómo se llegaba al aljibe del castillo, que había quedado allí con una amiga suya. Aterrorizado, me acurruqué en el rincón opuesto de mi celda y me puse cara a la pared, rezando para que todo fuera un mal sueño. A los pocos segundos sentí como una cola fría y nerviosa me hacía cosquillas en los pies, al tiempo que una vocecilla aguda y chillona preguntaba: "¿Qué te pasa, Juan? ¿Tienes miedo?" No pude soportarlo más y grité. La rata se asustó y se marchó corriendo por un agujero del muro. Poco después el carcelero, con pinta de recién levantado, se asomó a la boca del pozo. Un farol iluminaba su cara arrugada y morena. Gritó "¡¡¿Pasa algo, conde?!!" Yo le respondí: "¡No es nada, Hernán! ¡He tenido un mal sueño, eso es todo!" Hernán se quedó un rato alumbrando desde arriba y examinando la celda. Luego, tras comprobar que todo estaba en orden, se retiró hacia su habitación murmurando algo entre dientes.
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Rata común, de la especie de Munia.

Hoy he pasado el día sin pena ni gloria. He comido, he contado las piedras que hay en las paredes y ahora, cuando ya cae la tarde, pienso en si volveré a ver a la rata. Tengo que estar muy despierto para asegurarme de si es o no real; para saber si ciertamente habla o si se me está yendo la cabeza.

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Ventana de celda (saetera)
Ha vuelto a pasar. Anoche, cuando la luz de la luna se colaba por el ventanuco de mi celda y todos dormían, la rata regresó. Esta vez no tuve miedo, y le pregunté: "¿Hablas?" No me respondió. En lugar de eso, se acercó a mí y me olfateó durante un buen rato. Luego se incorporó sobre sus patitas y dijo: "Hay que ver lo mal que hueles. Cómo se nota que solo te lavan una vez a la semana ¿Sabes? Las ratas, al contrario de lo que pensáis los humanos, somos animales muy limpios y aseados. Yo no pasa día que no me acicale de arriba abajo para mantener mi pelaje lustroso y brillante. Y tres veces a la semana voy al aljibe a mojarme las patitas, para que la roña no se acumule entre los dedos"

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Puerta del castillo de Medellín.
Yo me quedé boquiabierto, sin saber qué decir. Estaba claro que no era un sueño: la rata estaba en frente de mí hablando. Acerté a preguntarle "¿Entonces hablas de verdad?" Ella contestó "A la vista está que sí. No me extraña que te resulte raro ¿Quieres que te cuente por qué soy la única rata parlante - bilingüe del mundo?"
"¿Bilingüe?" volví a a preguntar.

"Sí, bilingüe. Ya sabes, eso de hablar dos idiomas. Yo hablo perfectamente ratuno y español ¿Quieres que te cuente mi historia, o no?

Pensé un momento. La verdad es que no tenía yo mucho que hacer allí encerrado, sin compañía ni diversión alguna. De manera que dije: "Será un placer escuchar vuestra historia, rata parlante" Igual me daba si la rata era real o era fruto de mi mente enferma. Al menos me distraería.

"Pues vamos allá", dijo ella "Pero antes de empezar... ¿No tendrás por casualidad por ahí un poquito de pan y algo de agua? Vengo agotada de tanto corretear por el patio de armas. Un gato me ha estado persiguiendo, y la carrera me ha dado algo de sed y hambre"

"Toma" le dije, dándole miga de mi mendrugo y sirviéndole algo de agua en el cuenco de mi mano. La rata se comió todo el pan y se bebió toda el agua que le ofrecí. Luego de ésto empezó a contarme su historia.
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    El conde de Medellín en la celda.
    Mi nombre es Munia. Nací hace... Uf, pues la verdad es que ya ni me acuerdo. Mi mamá me cuidó y crió junto a mis nueve hermanas durante cuatro semanas. Y luego, de repente, me hice mayor y tuve que empezar a buscarme la vida.
  • ¿Naciste en el castillo? - preguntó el conde.
  • Sí; nací en la torre sur, en las cocinas. Mi madre hizo el nido en un hueco que hay junto a la chimenea. Un lugar perfecto, ya que nos permitía estar calentitos en invierno y a la vez tener cerca la cocina para cuando nos entrara hambre. Qué bien estaba yo en el nido, con comida en abundancia y sin miedo a ser atrapada por los gatos. Pero, como te decía antes, al final crecí, y un buen día mamá, tras decirme que estaba embarazada y que llevaba en su barriga doce nuevos hermanitos, me echó de casa. Yo lloré y pataleé; pero de nada sirvió. Al final asumí que mi infancia se había acabado, y que tendría que empezar a sobrevivir por mi cuenta.

  • ¿Dónde vives ahora? - se interesó Juan.
  • Justo detrás de la pared por la que me escabullí el otro día, cuando empezaste a chillar como un loco.
  • Humm... Ya veo. Eso significa que somos compañeros de celda, ¿No?
  • Bueno - respondió la rata - Estrictamente sí; aunque yo vivo aquí por gusto, en tanto que tú...
El conde quedó pensativo. Sí que era verdad eso. Para la rata la celda era su casa, el lugar donde protegerse de la lluvia, el frío y de los gatos; en tanto que para él era una prisión oscura, lóbrega y pestilente.
  • ¿Y por qué puedes hablar? - Preguntó el conde al tiempo que sacudía la cabeza, como queriendo desterrar los pensamientos tristes.
  • Resultado de imagen de antonio de nebrijaEsa es la segunda parte de la historia. Antes de explicártelo quería contarte un poco quién soy. Ahora vamos allá con el meollo del asunto. El cómo llegué a aprender tu idioma es algo que debo a alguien muy especial: a don Antonio de Nebrija.
  • ¿Dices que el gran Antonio de Nebrija te enseñó a leer? Jajajaja.
  • ¿Por qué te ríes? - preguntó Munia.
  • Pues porque no te creo. Me hubiera parecido mucho más verosímil que un mago te hubiera dado el don de la palabra, o que fueras una princesa a la que una bruja hubiera convertido en rata. Pero que Nebrija te enseñara a leer... ¿Desde cuándo las ratas pueden aprender a hablar? Pfffff…
  • Bueno, pues si no me crees ese es tu problema. De todos modos, que sepas que las ratas somos unos animalitos muy inteligentes. Más de lo que pensáis la mayoría de los humanos ¿Por qué crees que seguimos viviendo en todas partes, aún a pesar de vuestro afán por exterminarnos? Pues porque somos más listas que vosotros. Y aparte de la inteligencia, tenemos otras muchas virtudes ¿Quieres que te las cuente?
  • Vale - respondió el conde - Prueba a ver.
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    Crecida del Guadiana (Medellín)
    Pues mira. Para empezar, a parte de ser súper listas, somos muy buenas nadadoras ¿Sabes que mi padre estuvo nadando tres días seguidos en el río Guadiana? Fue cuando la gran crecida del año 1.469. Al pobre el agua le pilló en el molino bajo, y la fuerza de la corriente le arrastró hasta Mérida. Yo misma soy capaz de nadar un día entero en el aljibe sin cansarme ¡Ah! ¿Y sabes también? Las ratas somos capaces de saltar más de una vara y media. Y también podemos caer desde una torre sin hacernos daño. Y…
  • ¿No crees que te estás pasando un poco? - preguntó Juan, sin duda pensando que Munia era un poco embustera.
  • Pero es que es la verdad - respondió la rata.
  • Mira - prosiguió el conde - yo no digo que lo que cuentas sea falso. Pero ahora vas a tener que disculparme, porque tengo un sueño que me muero. Mañana, si quieres y te viene bien, podemos quedar.
  • Mañana puede que sea tarde - dijo Munia - Pero en fin, si tienes sueño... ¡Hasta la vista!
Dicho ésto la rata se fue por su agujero. El conde se quedó pensativo en su lecho, y luego se dio la vuelta para dormirse. Mientras el cansancio le arropaba como una manta pensó en qué habría querido decir Munia con eso de que mañana puede que fuera demasiado tarde ¿Demasiado tarde para qué?

Día X de cautiverio.

Han pasado muchas cosas desde la última vez que escribí, hace ya 3 días. Voy a intentar explicarlo todo ordenadamente, para no hacerme un lío.
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Torre sur del castillo de Medellín.

A la mañana siguiente de mi última conversación con Munia, tres soldados se descolgaron por la boca del pozo que da acceso a mi celda. Todos llevaban cascos puntiagudos, lanza, escudo y espada. Después de atarme de manos y pies me subieron como a un saco, para luego conducirme hasta las habitaciones de mi Madre, en la torre sur. Una vez allí me introdujeron en el salón principal, y me dejaron solo, sentado en una silla frente a la chimenea. Al poco tiempo apareció mi madre.

  • Juan, hijo mío ¿Cómo estas? - preguntó ella.
  • Pues mal, madre ¿Cómo quieres que esté? Llevo metido en una celda siete días ¿Por qué me estás haciendo ésto?
  • Hijo mío - respondió mi madre al tiempo que un par de lágrimas caían de su ojo izquierdo - créeme cuando te digo que me duele en el alma todo lo que te estoy haciendo. Pero es para protegerte. Tengo que tenerte escondido durante un tiempo.
  • ¿Y por qué? ¿Y de quién?
  • No sé si puedo decírtelo - dijo ella al tiempo que miraba insegura para un lado y para otro - Este castillo ya no es un lugar seguro. Te he mandado sacar de la celda porque voy a trasladarte a otro lugar.
  • ¡No puedes dejarme así! ¡Necesito saber de quién quieres protegerme!
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Juana la Beltraneja.
Mi madre se acercó a mí y me dijo al oído un nombre: "Juana". No tuve que escuchar más. Se refería a Juana la Beltraneja. La reina de España. La que había jurado acabar conmigo. Tenía que salir de allí pitando. Mi madre llamó a los soldados, que me sacaron de la torre al patio de armas. Allí me esperaba un carro cargado de paja, en el que fui escondido. Justo cuando salía por el portón principal oí ruido de caballos a galope. Seguramente que eran los hombres de la Beltraneja, que venían a por mí. Yo contuve la respiración, y recé para que no les diera por inspeccionar el carro. No lo hicieron, y yo me fui alejando del castillo poco a poco. Sentí cómo bajábamos la cuesta empedrada, y cómo cruzamos el puente. Luego giramos a la izquierda y seguimos por un camino. Había bosque, y se escuchaba el canto de los pájaros y el rumor del río Guadiana. Tras tres horas de camino, por fin llegamos. Me sacaron de la paja y pude ver que ya casi anochecía. Pregunté dónde estábamos, pero nadie me contestó. Miré a la luna, que salía por el este blanca y redonda, totalmente llena. Intenté reconocer las sierras de alrededor y de repente supe a dónde me habían llevado. Vaya con mi madre. Había encontrado un buen escondite para mí. Estábamos en el salto del Guadiana. Lugar de bandidos y maleantes.
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Puente de Medellín.

Me bajaron del carro y me desataron. Después de tantos días de cautiverio, daba gusto poder sentir el aire limpio en la cara. Lo primero que hice fue ir a bañarme al Guadiana. Los soldados me vigilaban atentamente. Mentiría si dijera que no pensé en dejarme arrastrar corriente abajo; pero luego descarté la idea, ya que si, como decía mi madre, la reina Juana me andaba buscando, lo mejor era estarse quieto, sin armar mucho jaleo.

Aquella noche dormimos en una cueva que estaba escondida tras de unos arbustos. A la mañana siguiente los guardias me dejaron dar una vuelta por los alrededores, aunque siempre acompañado de ellos. Estuve paseando y disfrutando del sol y del viento. Luego, a mediodía, comimos. Y por la tarde, cuando faltaban dos horas para anochecer, un jinete llegó cabalgando desde Medellín.
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Salto del Guadiana.
Bajó de su montura y corrió hasta la cueva.
  • ¡Noticias!
  • ¿Qué noticias?
  • Mañana podéis volver al castillo. La Reina Juana ya no está allí. Va de camino a Portugal.
  • ¿Es seguro?
  • Lo es. Pasad aquí la noche y mañana, antes de que salga el sol, partid para Medellín. La orden de doña Beatriz es que el conde Juan vuelva a la torre. Allí estará más seguro, escondido a los ojos de mirones y chivatos que podrían delatarle.
  • De acuerdo pues ¡Hasta la vista!

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Fogata.
Dicho ésto el jinete se marchó por donde había venido. Yo, que había escuchado la conversación, me quedé pensativo. Volver al castillo significaba seguir metido en la torre, escondido. Y no volver significaba exponerme a que alguien me viera y diera aviso a la reina ¿Qué podía hacer?
Después de cenar me tumbé en el suelo de la cueva, frente al fuego. Ya iba a quedarme dormido, asumiendo que al siguiente día volvería a la maldita torre, cuando sentí el roce de unos bigotes en mi oreja.
  • ¿Qué diablos?
  • Shhh ¿Qué quieres, despertar a todo el mundo?
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Munia al llegar a la cueva.
¡Era Munia! Mentiría si dijera que no me alegré de verla. Me incorporé un poco sobre el brazo izquierdo y me quedé mirándola un buen rato. Ella también me miraba sin decir nada, con sus dos ojillos negros clavados en mí.

  • ¿Cómo has llegado? - acerté finalmente a preguntarle.
  • Me he colado en las alforjas del jinete que llegó esta tarde. Traigo información urgente para ti.
  • ¿Información urgente? - me incorporé un poco más, ahora mucho más interesado que antes - ¿Qué información?
  • Información de lo que está pasando en el castillo. Mañana te llevan allí, ¿No?
  • Así es.
  • Pues es una trampa. La reina y sus soldados están conchabados con tu madre, y están esperando a que llegues para apresarte. 
  • ¡Maldita sea! - grité.
  • Shhh. Que vas a despertarlos a todos.
Yo estaba sumamente alterado. No obstante hice caso a Munia, volviendo a bajar la voz. Pensé un poco y luego pregunté:

  • Entonces, ¿por qué mi madre me ha mandado fuera del castillo? Si quería entregarme, bien podría haberme dejado allí, en la celda.
  • Tu madre es astuta - respondió Munia - Si te hubiera dejado en la torre, la reina Juana simplemente habría llegado y te hubiera atrapado sin más. En cambio escondiéndote aquí, en el salto del Guadiana, tu madre consigue una carta con la que negociar. A cambio de entregarte ha pedido a Juana las tierras que hay al norte del Guadiana.
  • ¿Y ahora?
  • Pues ahora solo te queda una opción...
Munia tenía razón. Solamente me quedaba una opción. Escabullirme hasta el río Guadiana y dejar que me llevara la corriente.

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Río Guadiana.
Lo primero, y más difícil, fue alejarme de la cueva sin que me vieran. Para ello empecé a arrastrarme lentamente, haciéndome el dormido. Poco a poco me fui alejando, mientras todos dormían, sin hacer ruido. Transcurrida media hora conseguí llegar a la entrada de la cueva. Allí había un soldado montando guardia. En ese momento, sin decirme nada, Munia se escabulló y se fue a unos arbustos. Luego chilló, y el guardia, al oírla, se fue para ella a investigar. Ese fue el momento que yo aproveché para salir hacia el río. Me metí en el agua hasta el pecho, y luego me dejé llevar por la corriente. Recuerdo que avanzaba muy rápido, en medio de la noche. Tendrían que aplicarse el cuento si querían atraparme.

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Bosque de ribera.
Al cabo de un par de horas llegué a un remanso. El río se ensanchaba y apenas tenía corriente. Nadé hacia la orilla, salí del agua y me metí en un bosque de fresnos. Era espeso y oscuro, bien oculto a ojos de todos. Según mis cálculos tenía que encontrarme en algún lugar cercano a San Pedro de Mérida. Pero no lo sabía a ciencia cierta. Ahora tenía que descansar y pensar qué hacer al día siguiente.

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Alfonso V de Portugal.
Lo poco que me quedaba de noche pasó volando. Dormí mal, y el día me sorprendió todavía intentando conciliar el sueño, mojado, tembloroso y frío. Me puse al sol para intentar calentarme, y sentado empecé a pensar.

Como fugitivo tenía dos opciones: o seguir escondido en el bosque por un tiempo indefinido, o bien intentar huir fuera del reino de Castilla. Podría ir a Aragón; pero eso estaba condenadamente lejos. Portugal no era una opción, ya que el rey del lugar, Alfonso V, era marido de la reina Juana, mi mortal enemiga. También podría huir a Navarra, o quizá a Francia. Pero estábamos en las mismas: estaban muy lejos. Por tanto decidí que lo más sensato sería seguir escondido, a la espera de ver qué pasaba.
Una vez me sequé, lo primero que hice fue explorar el bosque de fresnos. Para mi desgracia, a la luz del día dicho bosque no parecía tan grande. Apenas 200 metros desde la orilla del río hasta los primeros campos de cultivo. Pude comprobar que efectivamente me hallaba muy cerca de San Pedro de Mérida.  Desde la orilla del bosque se divisaban las últimas casas del pueblo. Tendría que tener mucho cuidado para que nadie me viera.


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Casa de Adobe con techo de Paja.
Tumbado entre las hierbas, en el lindero del bosquecillo, divisé a lo lejos una casa pobre. Tenía el techo de paja, y las paredes de adobe. Vi que en una cuerda habían tendido la colada. A rastras me acerqué. No había nadie por allí cerca. Me desnudé, dejé mis prendas en la cuerda y cogí la otra ropa. Aquello no era robar: solo era un intercambio. Además, mis vestimentas de noble valían mucho más que la camisa, capa, calzones y jubón de aquellas pobres gentes, que sin duda saldrían ganando con el intercambio. Por último tomé prestado un sombrero de ala ancha, que serviría para cubrirme la cabeza y taparme la cara. Mi disfraz estaba casi listo.
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Jubón de la época del conde (1475)
Una vez que tuve la ropa, me retiré al bosquecillo. Allí me la puse. Lo cierto es que con el sombrero bien calado hasta las cejas y embozado en la capa era difícil reconocerme. Me miré en el reflejo del río. Sí: definitivamente aquél era un buen disfraz. Ahora me tocaba dar el siguiente paso: iría a San Pedro de Mérida a enterarme de si andaban o no buscándome.

Así pues me armé de valor y al mediodía me fui para el pueblo. Había mercado; por tanto deduje que era sábado. Embozado en mi capa y con mi sombrero bien calado me interné entre la muchedumbre. Crucé el pueblo, fingiendo ser un peregrino que iba a Mérida a visitar la tumba de la mártir Eulalia. Paré frente a la puerta de la iglesia, y allí me recosté contra una pared. Observé a la gente, y me tranquilizó ver que nadie me prestaba atención. Después de un rato de estar allí, puse la oreja para ver de qué hablaban unos y otros. Y entonces pude captar una conversación de lo más interesante...
  • Alfonso, ¿Has oído las últimas noticias? ¡El conde de Medellín ya no está preso! 
  • ¿Que qué?
  • Sí, sí, lo que oyes. Ayer, de paso por Valdetorres, me enteré que ya no está en el castillo. Por lo visto su madre lo mandó a un paraje apartado para esconderlo de la reina Juana; y el conde, aprovechando la ocasión, ha conseguido escapar.
  • ¡Diablos con el Conde! ¿Y no le están buscando?
  • ¡Vaya que sí! Decenas de soldados están peinando toda la Vega del Guadiana. Y por si fuera poco, la condesa ha ofrecido una recompensa de cien doblas de oro a quien lo capture.
  • ¡Cien doblas de oro! Eso es una fortuna. Habrá que andarse con los ojos bien abiertos ¿Te imaginas que fuéramos nosotros sus captores? ¡Seríamos ricos!
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Dobla de oro Castellana.
Tragué saliva ¡Mi madre pagaba recompensa por mi captura! Aquello complicaba las cosas aún más. No era prudente ni seguro andar por allí en medio, ni tan siquiera oculto con capa y sombrero. Lentamente me incorporé y enfilé mis pasos hacia las afueras del pueblo. Cuando de repente...

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Campesinos persiguiendo al Conde.
Tropecé con una piedra en mitad de la plaza. Durante unos instantes me tambaleé, y a punto estuve de no caer. Pero finalmente perdí pié y dí con mis huesos en el suelo. El gorro se me cayó, y aunque lo recogí rápido para volver a ponérmelo, más de uno ya me había visto la cara "¡¡El conde!! ¡¡El conde!! ¡¡Es el conde!!" gritaban unos y otros, como enloquecidos. Sin tiempo que perder eché a correr calle abajo, en dirección al río. Algunos hombres del pueblo se pusieron a perseguirme, por ver si me capturaban y conseguían así la recompensa. Más que correr yo casi volaba. Atravesé las últimas calles, crucé los olivares que rodeaban al pueblo y finalmente me dirigí hacia el bosque de fresnos todo lo deprisa que pude. Paré un segundo para recuperar el aliento y ver si me seguían persiguiendo. Y sí, así era: sobre unos 20 campesinos armados con hoces y guadañas se dirigían hacia donde yo estaba levantando a su paso una gran polvareda. Mi única opción volvía a ser el río. Cogí carrerilla y salté al agua. Otra vez corriente abajo, esta vez en dirección a Mérida.

Me volví a dejar llevar por el río. Los aldeanos habían dejado de seguirme, al menos por el momento. Aunque seguro que ya estaban montados en sus mulos y caballos para buscarme río abajo.

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El Guadiana en Villagonzalo. Las Piñuelas.
A la luz del día crucé tres pueblos. El primero fue Villagonzalo. Allí un hombre estaba dando de beber a sus vacas, y se quedó mirándome extrañado. Me preguntó si quería ayuda, y le dije que no. No me prestó más atención, aunque seguro que me tomó por algún chiflado.

Después pasé cerca de La Zarza de Alange. Allí había mujeres lavando la ropa en la orilla, sobre unas piedras. Se me quedaron también mirando, y rieron. Pero no llegaron a decirme nada.

Y por último llegué a Don Álvaro. Miré al frente. A mi derecha, sobre un pequeño altozano, las casas del pueblo. Frente a mí, un estrechamiento del río, que apenas alcanzaba una anchura de cuatro varas. Y a ambos lados, en las márgenes... ¡Soldados! Decenas de hombres con cascos y corazas, espadas y lanzas, bien armados, esperándome en aquella ratonera. Intenté nadar contracorriente, pero me habían visto. Se abalanzaron sobre mí, chapoteando por el agua, y me redujeron y maniataron. Estaba preso. Luego me metieron en un carro y pusieron rumbo a Medellín. Mi corta fuga había terminado. De vuelta a la torre, a mi celda, a esperar... ¿la muerte?


Epílogo.

A la mañana siguiente los soldados fueron a buscar al conde de Medellín para proceder con la ejecución; pero se encontraron con que en la celda ya no había nadie. Con la boca abierta pudieron comprobar cómo un enorme agujero había aparecido en una de las paredes del torreón. Al examinarlo más de cerca vieron que los muros estaban roídos, con marcas de dientecillos de rata. Se dio la voz de alarma y se registró todo el castillo y alrededores, e incluso la villa de Medellín. Pero fue en vano: era como si al conde se lo hubiera tragado la tierra. Aquel día la reina Juana montó en cólera, pensando que todos se estaban riendo de ella. Abandonó el castillo muy airada, jurando que algún día regresaría para arrasar todo aquello, a hierro y fuego. Pero jamás regresó.

Por su parte, la condesa Beatriz quedó tan desconcertada como todo el mundo. No era concebible que en una sola noche, sin haberse escuchado ruido alguno, hubiera aparecido aquel enorme socavón. Ella misma en persona fue a examinar el boquete. Y efectivamente, tal y como habían dicho los soldados, los bordes del mismo estaban marcados con minúsculos surcos, sin duda fruto del trabajo de algún roedor ¿De alguno? No. De cientos. Quizá miles.


Pronto, por la comarca de las Vegas del Guadiana, empezó a extenderse el rumor de que, en mitad de los bosques más espesos, un hombre barbudo y peludo caminaba feliz y contento acompañado por más de un millar de ratas. Él las cuidaba y defendía, y les proporcionaba alimento. Y ellas le querían y también le cuidaban. "El señor de las ratas", empezaron a llamar a este hombre las gentes del lugar.

Cuentan también que, cuando la guerra entre Juana la Beltraneja e Isabel por fin terminó, el conde de Medellín reapareció misteriosamente. Isabel había ganado la contienda, y Juana había sido desterrada y recluida en un monasterio de Coímbra, en Portugal. Dicen que Juan Portocarrero y Pacheco se presentó en el castillo vestido de harapos y acompañado de mil ratas; y que una de esas ratas, a la cuál él llamaba Munia, iba subida en su hombro. Aquel día reclamó su título de conde, y conde fue hasta el final de sus días. La reina Isabel le premió con títulos y tierras por su fidelidad.

Por su parte la condesa de Medellín, y madre de Juan, (Beatriz Pacheco) tuvo que renunciar al condado y pedir perdón a su hijo. Fue expulsada del castillo y acabó sus días en en monasterio de Santa María del Parral, en Segovia. Allí hoy día se puede ver aún su estatua yacente.


Supongo que muchos os preguntaréis cómo escapó el conde, y cómo sobrevivió en los bosques con sus ratas, y muchas cosas más. Esa, quizá... Sea otra historia.

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